lunes, 31 de mayo de 2010

Apuntes de un viajero

Por Javier Alejandro Sottini

Conocí muchos lugares. Siempre fui un viajero, pocas veces un turista. Me gustaba “pueblear”, ese era el verbo que había inventado para referirme al placer que me provocaba recorrer los pequeños pueblos, esos que ninguna agencia de viajes promociona, mezclarme con la gente, vivir los lugares, no sólo conocerlos.
Hermosos recuerdos de esos viajes aún habitan mi memoria.
En Perú, recorriendo el camino que une Chiclayo con Piura, mis compañeros de asiento en el micro, resultaron ser un gallo de riña en una oportunidad, y un dogo argentino en otra. En este último caso, los pasajeros debimos levantarnos en protesta para que el chofer permitiera al cachorro viajar con nosotros y no en la baulera, con el equipaje.
En Chile, la enorme distancia que separa Santiago de Concepción –al menos a mí me pareció muy larga- sirvió para que un chileno me hiciera responsable de la pérdida por parte de su país -y a favor de Argentina- de los Hielos Continentales. Al principio intenté convencerlo que yo nada tenía que ver con ese asunto, pero al rato desistí y me dediqué estoicamente a escucharlo. Cuando llegamos a Concepción ya éramos excelentes compañeros de viaje. Fue él quien me contó la historia del “Huáscar”, un barco histórico –hoy museo- que se encuentra anclado en el hermoso puerto de Talcahuano, y que debe su nombre a un emperador inca.
En Lima uno no toma un taxi, el taxi “lo toma a uno”, casi por la fuerza, sin importar el destino que se haya planificado. Nunca entenderé cómo hacen los taxistas peruanos para acomodar una cantidad enorme de equipaje en el baúl de un Daewoo Tico.
En Quito, Ecuador, no se pueden hacer dos cosas a la vez: o se camina, o se respira. Elegí respirar.
En Venezuela –principalmente Maracaibo- uno pasa de 40º en la calle, a 20º bajo cero dentro de los ómnibus. Los aires acondicionados son muy potentes allí. Si viaja a este hermoso país, le doy un consejo: si le ofrecen comer un “pepito”, no se deje engañar por el diminutivo del nombre. Es un sándwich muy grande y rico, lleno de… cosas.
En México hay un lugar –cercano a Guadalajara- llamado Tlaquepaque. Allí parece que el tiempo de la Colonia aún no pasó, y en cada esquina uno tiene la sensación que va a encontrarse con el sargento García persiguiendo al Zorro. Las artesanías de barro son únicas en el mundo por su delicadeza y belleza. Eso sí, no las compre si va a viajar, ya que si resiste el trajín de un viaje, ese jarrito no es de Tlaquepaque.
En Bolivia… bueno, Bolivia da para escribir un libro. Algún día lo haré. Cuando se enteren que existe uno titulado “Tras los pasos del Che. El arrepentimiento”… fui yo.
Pero lo cierto es que de todos los lugares adonde fui, guardo muy gratos recuerdos de las personas y sus costumbres. Me hicieron poseedor de un tesoro que no tiene precio.
La primer regla del viajero dice que, “a mayor puebleada, menos equipaje”. Hay travesías que resultan imposibles si uno va cargado de valijas.
En la vida no es muy diferente, hay viajes en los que se debe llevar poco equipaje, se debe caminar “liviano”, si se quiere llegar a buen destino.
Una de las cosas que más pesa es el rencor. ¡Uy! Es una carga muy pesada e inútil, le aconsejo deshacerse de ella. Cuidado, a veces el rencor suele esconderse bajo otros nombres para pasar desapercibido: antipatía, resentimiento, ojeriza, aborrecimiento, encono, y algunos tan rebuscados como animadversión o inquina. Pero aunque cambie de ropaje, el rencor siempre será rencor.
La amargura siempre acompaña al rencor, tornándolo aún más pesado. Son como esos peces llamados rémoras que siempre están junto a los tiburones. Si hay rémoras, seguramente hay tiburones cerca. Si hay amargura, rasque un poquito bajo la superficie y encontrará al rencor.
El “yo no merecía esto”, hace el viaje muy, muy lento. Es que cada dos por tres uno se sienta en el tronco de la autocompasión, bajo el árbol de la estupidez, para llorar un rato y lamentarse por las inmerecidas penas que otros nos han endilgado.
Los “hubiera” tienen la particularidad de hacerse más pesados a cada minuto. Los mojamos un poco con desdicha, y sucede lo mismo que con la arena al empaparse en agua.
Deshágase de todas estas cargas. Use el perdón para disolverlas.
Nadie sabe cuando emprenderá el viaje final, y créame, conviene estar liviano, no vaya a ser que el sobrepeso termine por desviar nuestro camino hacia un destino donde sólo hay llanto y crujir de dientes.

7 comentarios:

  1. En espera de "Tras los pasos del Che. El arrepentimiento", sigo de cerca este blog que me hace reir, reflexionar y derramar algunas lágrimas.

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  2. Excelente analogía, muy entretenido texto y con mucho para pensar. Bendiciones.

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  3. Cristina Echegoyen1 de junio de 2010, 21:44

    Cuanta verdad hay en estas palabras. Que facil el el rencor y que dificil el perdón. Dios nos enseñe a perdonar a todos.

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  4. Usted me ha conmovido con lo que escribe. Me hizo reír, me hizo llorar y también me abofeteó. Siga haciéndolo, y como decía un viejo diario "sea como el tábano sobre el noble corcel, manténgalo despierto". Un respetuoso abrazo.

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  5. Hermano, puedo publicar esta entrada en un boletín quincenal que editamos en la iglesia?
    Desde ya agradecida. Que Dios lo bendiga.

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  6. Sí, Maru. Puede publicar lo que desee de este blog. Que Dios la bendiga a usted también.

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  7. Mientras leía pude imaginar tu cara cuando escuchabas ¨estoicamente¨ al sr. chileno.....
    me encantó!!!!
    Besos

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